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Oscar Wilde, La tragedia de mi vida
1. La vida del artista, Cristo y la imaginación
Consiste la humildad del artista en aceptar
incondicionalmente las experiencias todas, así como el amor estriba en
él simplemente en el sentido de la belleza, que al mundo revela su
cuerpo y su alma. Pater, en Mario el epicúreo, pretende armonizar la
vida del artista con la vida religiosa, en el profundo, austero y
gracioso sentido de la palabra. Pero apenas si es Mario un mero
espectador, aunque sí un espectador ideal, que puede considera con
sentimientos propios el drama de la existencia", lo cual para Wordsworth
es el verdadero destino del aeda. Pero, no es más que un espectador, y
acaso por demás ocupado de la elegancia de los banco del templo, para
notar que el templo que ante sus ojos tiene, es el del Dolor.
Noto yo una relación mucho más íntima e inmediata
entre la vida verdadera de Cristo y la vida verdadera del artista, y
constituye para mí una inmensa alegría pensar que, mucho antes de que se
hubiese adueñado de mis días el dolor, y me amarrase a su carro, yo
había escrito, en El alma del hombre, que "el que pretende vivir una
existencia semejante a la de Cristo, tiene que ser completa y
absolutamente él mismo". Y como ejemplo citaba, no solamente al pastor
en su llanura, y al preso en su mazmorra, sino al pintor también, para
quien es el mundo una mascarada, y el vate, para quien una canción es.
Me acuerdo haberle dicho una vez a André Gide, un
día que estábamos juntos en un café de Paris, que a mí me inspiraba muy
poco interés la metafísica, en realidad, y absolutamente ninguno la
moral, y que todo lo que fue dicho por Platón y por Cristo podía
trasponerse de inmediato a la esfera del arte, y en ella hallar su
realización perfecta. Esta era una generalización tan profunda como
nueva.
No solamente es la íntima revelación que podemos
ver entre la personalidad de Cristo y la perfección lo que hace la
verdadera diferencia existente entre el arte clásico y el arte romántico
en la vida, sino que era la misma que la del artista, la esencia de su
naturaleza; vale decir, una intensísima imaginación, ardiente como una
llama.
Llevo Cristo a la esfera toda de las humanas
relaciones, esa imaginación que constituye el secreto de la creación
artística. Comprendió el mal del leproso, las tinieblas del ciego, y la
miseria cruel de los viven en el placer, y la miseria singular de los
opulentos.
(...) Indudable es que figura Cristo entre los
poetas. Provenía su concepción de la humanidad, directamente de la
imaginación, y no puede ser comprendida más que a través de ésta. Fue el
hombre para El lo que Dios para los panteístas. Fue El el primero en
concebir la unidad de las distintas razas.
Ya existían dioses y hombres que El. Y El,
sintiendo que se habían hecho carne en El, gustaba de llamarse, a veces,
el Hijo de Dios, y el Hijo del hombre, otras. Más que cualquier otro en
la historia, en nosotros despierta esa inclinación hacia lo
maravilloso, a que se halla siempre dispuesto el romanticismo. Todavía
es para mí increíble eso de que imagine un joven labriego galileo que
puede llevar sobre sus hombros el peso de todo el mundo; el peso de todo
lo que hasta ese momento habíase hecho y padecido y de cuanto habría de
hacerse y padecerse: los pecados de Nerón, de César Borgia, de
Alejandro VI, del que emperador de Roma fue y también sacerdote del Sol;
los padecimiento de todos aquellos, que forman legión, que entre ruinas
yacen; los sufrimientos de los pueblos oprimidos, de los niños que
labran en las fábricas, de los ladrones, de los presidiarios, de los
desheredados de la suerte, y de los que están sojuzgados y cuyo silencio
sólo puede oír Dios. Y no solamente llegan a imaginárselo, sino que lo
realiza efectivamente, de modo que hoy todavía los que con El entran en
contacto, aunque ante sus altares no se prosternen, ni se pongan de
hinojos ante sus sacerdotes, tiene hasta cierto punto la impresión de
que se les esfuma la fealdad de sus pecados y se les revela la hermosura
de sus padecimientos.
Dije ya que Cristo figura entre los aedas, y es la
pura verdad. Son hermanos suyos Shelley y Sófocles...Pero es su misma
vida el más maravilloso de sus poemas, y en todo el ciclo de la tragedia
griega no hay nada que pueda asemejarse al "temor y la piedad" de esta
vida. La pureza del protagonista eleva este edificio a una altura de
arte romántico que, a causa de su propio horror, les está prohibida a
los padecimientos de las familias de Tebas y a la de los Átridas. Y
encuentra también esta pureza lo erróneo que era el axioma expuesto por
Aristóteles en su Tratado del Drama, y que sentaba que era imposible
soportar el espectáculo del castigo de un inocente. Ni en Esquilo ni en
Dante, el austero maestro de la ternura; ni en Shakespeare, el más
nítidamente humano de todos los grandes artistas; ni en todos los mitos y
las leyendas celtas, en los cuales luce la gracia del mundo a través de
una niebla de lágrimas, y no vale la vida de un hombre más que la de
una flor, nada hay que, a causa de su sencillez conmovedora, unida a la
sublimidad del trágico efecto de que proviene, nada hay que igualarse
pueda, ni siquiera acercarse, al acto último de la historia de la Pasión
de Cristo.
2. La comedia que oculta la tragedia
Señala hoy la gente hacia la cárcel de Reading, y
dice: "Ahí es donde le lleva a uno la vida de artista". Bien; pero podía
llevarles a sitios peores aún. El vulgo, esos para quienes la vida es
una especie de diestra especulación, fruto de un cálculo cuidadoso de
posibilidades, siempre saben adónde van, y derechamente van hacia su
objeto. Se proponen como fin ideal, llegar a ser mayordomo de cofradía, y
lo consiguen, efectivamente, cualquiera que sea la situación en que
hayan sido colocados. Y eso es todo. Y aquel que aspira a ser algo
exterior a sí mismo, diputado en el Parlamento, opulento negociante,
letrado eminente, o cualquier otra cosa tan aburrida cono las
enunciadas, siempre ve sus esfuerzos coronados por el éxito. Y es este
su castigo. Quien ansía una careta, no tiene más remedio que usarla.
De muy distinta manera ocurren las cosas con las
fuerzas dinámicas de la vida, y con aquellos que las encarnan. Los que
piensan tan sólo en el desenvolvimiento de su propia personalidad, no
saben adónde les lleva la senda que siguen. No pueden saberlo. Dicho en
pocas palabras, es indispensable, como lo pedía el oráculo griego,
conócete a sí mismo. Es este el paso inicial de la sabiduría. Pero
estriba la etapa final de la sabiduría en compenetrarse de lo insondable
del alma humana. Somos nosotros mismos el misterio final, y aun luego
de haberse averiguado el peso del sol, y medido las fases del astro de
la noche, y sobre el mapa seguido, estrella por estrella, las siete
constelaciones, nos falta todavía conocernos a nosotros mismos.
¿Quién sería capaz de calcular la órbita de su propia alma?
El hijo de aquel que salió en busca de los pollinos
de su padre, no sabía que le aguardaba el hombre de Dios para ungirle, y
que era ya su alma el alma de un soberano.
Espero yo vivir todavía lo suficiente para poder
crear una obra que me permita manifestar en las postrimerías de mi vida:
"Bien; aquí están ustedes viendo adónde conduce al hombre la vida de
artista". La vida de Verlaine y la del príncipe Kropotkine, es lo más
perfecto que he hallado en la esfera de mi experiencia. Y los dos son
hombres que estuvieron varios años en la cárcel. Desde el Dante, es
Verlaine el único poeta cristiano; posee Kropotkine el alma de ese
blanco y hermoso Cristo que parece que Rusia tenía que producir.
Y en el trascurso de los últimos siete u ochos
meses, pude mantener, a pesar de las enormes dificultades que
continuamente me llegaban del mundo exterior, un contacto estrecho con
un espíritu nuevo que anima en esta cárcel a hombres y cosas, y que me
beneficiaron más de todo lo que pudieran expresar mis palabras. Y tal
como no hice otra cosa, en el primer año de cárcel, ni puedo recordar
otra cosa, que retorcerme las manos con terrible desesperación y gritar:
"¡Qué fin, qué horrendo fin!", intento ahora decirme, y efectivamente
me lo digo algunas veces, con absoluta sinceridad, cuando a mí mismo no
me tortura: "¡Qué principio, qué maravilloso principio!".
Quizá sea esto cierto, y mucho le debo, entonces, a
la nueva personalidad que cambia, en este lugar, la vidas de todos.
Poco importancia tiene las cosas en si. Agradezcámosle, por lo menos,
una vez a la filosofía algo que nos haya enseñado. No hablo aquí de las
ordenanzas, pues están determinadas por reglamentos férreos, sino del
espíritu que reside en ellas.
Puedes tú comprenderme, cuando te digo que, de
haber sido liberado en el mes de mayo, como lo intente, habría
abandonado este lugar presa del horror, experimentando por él y por
todos sus dirigente un odio tan enorme, que hubiera emponzoñado mi
existencia íntegra. Tuve que quedarme un año más en el calabozo; pero en
este lapso ha invadido a todos un sentimiento de humanidad, y cuando
salgo ahora de la prisión, siempre me acordaré de la bondad que tuvieron
aquí, casi todos, para conmigo, y el día de mi partida manifestaré a
muchos mi sincera gratitud, y les suplicaré que, de vez en cuando, se
acuerden de mí.
Están equivocadas de medio a medio las
instituciones penitenciarias. Y daría yo cualquier cosa por poderlas
modificar más adelante. Tengo la intención de hacerlo. Pero no existe
nada tan defectuoso en el mundo que no consiga el espíritu de la
humanidad, o sea, el espíritu de amor, el espíritu de Cristo, que no se
halla en las iglesias, si no modificarlo por completo, ayudarlo, al
menos, a soportarlo sin exceso de amargura.
Además, me consta que me aguardan aún, en el
exterior, muchas cosas deliciosas, desde aquella que San Francis de Asís
"hermano viento" y "hermano agua" -las dos cosas son un placer hasta
las vidrieras y las puestas del sol de las grandes urbes. Si desease
hacer una lista de todo lo que todavía me resta, no sé cuando podría
terminarla, pues Dios, en verdad, creó el mundo tan bueno para mí como
para cualquier otro hombre. Quizá salgo de aquí dueño de algo que antes
no tenía. No he menester de decirte que las reformas sociales, para mí,
son tan insípidas y tan privadas de importancia como las teológicas.
Pero, si bien es cierto que tener la intención de llegar a ser un hombre
mejor, constituidas una hipocresía carente de base, llegar a ser un
hombre mas profundo, privilegio es de lo que han padecido. Y tengo la
impresión de haberlo logrado.
No me importaría nada, al recobrar mi libertad, que
diese uno de mis amigos una fiesta, y no me convidara a la misma. Puede
ser absolutamente, dichoso, a solas conmigo mismo. ¿Quién podría no
serlo, si es dueño de la libertad, si tiene flores, y libros, y una luna
en el cielo? Esto, sin olvidar que ya no me agradan las fiestas;
demasiadas fueron las que di para que todavía puedan proporcionarme
algún placer. Este es un aspecto de la vida, que ha muerto para mí,
desearía poder decir que suerte. Pero si luego de verme libre, tuviese
una pena uno de mis amigos y no permitiese compartirla, una gran
amargura habría de experimentar. Si me condenase este amigo las puertas
de la mansión del dolor, retornaría yo una y otra vez, suplicando me
permitiese entrar, para compartir aquello que me asiste el derecho de
compartir. Si indigno e incapaz de llorar con él me considerase. me
haría el más cruel de los desprecios, la mas grande de las ofensas.
Pero, es imposible semejante cosa. Tengo yo derecho a compartir el
dolor, y poder contemplar la dulzura del mundo, y compartir su dolor, y
en toda su extensión medir la maravilla de ambos, es estar en contacto
directo con las cosas divinas y aproximarse más que cualquier otro al
misterio de Dios.
Y acaso también penetre en mi arte, tal como en mi
vida una nota más profunda aún, la de una mayor unidad de la pasión y de
la de una fuerza directa. El verdadero objeto del arte moderno es la
intensidad, y no la amplitud. No debemos ya ocuparnos del prototipo de
arte, únicamente de la excepción. No sé si necesito decir que no puedo
expresar mis padecimientos en la forma que realmente tuvieron; empieza
el arte allí donde termina la imitación. Pero deberá algo animar mi
obra, quizá una más profunda resonancia, un ritmo más rico, más inaudito
efectos, o una más simple estructura. Nuevos valores estéticos, en todo
caso.
Cuando fue arrancado Marsias de la vaina de su
miembros -recurriendo a una de las horrendas imágenes de Tácito
recopiladas por el Dante- della vajina delle membra sue, los griegos
dicen que finalizo su canto. Había vencido Apolo. La lira había
derrotado al caramillo del pastor. Pero, quizá anduviesen errados los
griegos. En el arte moderno oigo a menudo el grito de Marsias; en
Baudelaire suena amargo; lastimero y dulce en Lamartine, misterioso en
Verlaine. Lo percibo en los acentos contenidos de la música de Chopin,
en la repetida melancolía de todas las figuras de mujeres de Burne
Jones. Y hasta se siente en el canto angustioso de los versos de duda y
de tortura de Matthew Arnold, cuyo poema de Callicles con tan hermoso
lirismo y tan nítidos tomos habla del Triunfo de la dulce y persuasiva
lira y de la Famosa victoria final; no pudieran ayudarle no Goethe ni
Wordsworth, a pesar de que alternativamente se volvía el hacia cada uno
de ellos; cuando pretende expresar los lamentos de Tirsis, o dejar
cantar al Estudiante gitano, se ve en la necesidad de apelar al
caramillo del pasto.
Pero, esté mudo o no el fauno frigio, ni puedo yo
callar, y dar flores a las negras ramas de los árboles que se asoman por
encima de los paredones de la cárcel, y que tiemblan al viento con
tanta agitación. Se entreabre ahora un profundo abismo entre mi arte y
el mundo, pero no entre el arte y yo. Así lo espero, al menos.
Le estaba reservado su destino a cada uno de
nosotros. Te ha tocado a ti de la libertad, los placeres, las
diversiones y el bienestar; el de la vergüenza pública, el de la larga
reclusión en una mazmorra, el de la miseria, la ruina y el deshonor a
mí, a pesar de que en nada lo merecía yo.
Me acuerdo de haber dicho que creía poder soportar
una tragedia verdadera, siempre que apareciese ante mí con un manto de
púrpura o con la máscara del verdadero dolor; pero es lo tremendo de la
vida moderna que, por el contrario, se oculta la tragedia bajo el
disfraz de comedia, con lo cual parecen grotesca o sin estilo, las
grandes realidades de todos los días. Tiene esto su razón de ser. Es
probable que hubo siempre de acontecer en la actualidad de todas las
épocas. Se dijo que al espectador le parecían viles todos los martirios;
no debe ser una excepción el siglo XIX.
3. Rosenkranz y Guildenstern, la cumbre de Shakespeare
No conozco en toda la literatura dramática,
retornando al terreno del arte, nada que sea comparable al modo con que
trazó Shakespeare las figuras de Rosenkranz y Guildenstern, ni que sea
más sugestivo que éstas, debido a su fineza psicológica. Son dos
camaradas de Universidad de Hamlet; fueron sus amigos. El recuerdo
guardan de los jubilosos días vividos juntos. En el momento en que se
encuentran en la obra con Hamlet, vacila éste bajo el peso de una
irresistible carga para un hombre de sus condiciones. Ha salido el
muerto de su tumba, para encomendarle una misión al mismo tiempo
demasiado grande y demasiado mezquina para él. Es Hamlet un soñador y se
ve en la necesidad de obrar. Posee un temperamento de aeda, y se le
pide que luche contra la relación habitual de causa a efecto, contra la
vida en su aspecto práctico, del cual todo lo ignora, en vez de bregar
contra las esencia ideal de la vida, de la que tanto sabe. Ni la menor
idea tiene de lo que debe hacer, y consiste su locura en simular la
locura. Recurrió Bruto a su demencia como manto que había de ocultar la
espada de su intención, el puñal de su sabiduría; pero no es más que un
disfraz la locura de Hamlet, debajo de la cual se oculta su debilidad
haciendo muecas y diciendo chistes, un pretexto para demorar la acción,
con la cual juega como con una teoría de artista.
En espía se convierte de sus propios actos, y al
escucharse a sí mismo, sabe que aquello son solamente "palabras,
palabras, palabras". En lugar de correr el riego de ser el héroe de su
propia historia, trata por todos los medios de ser el espectador de su
propia tragedia. En nada cree, ni en su mismo siquiera; pero no puede
prestarle ayuda su duda, porque no es fruto del escepticismo, sino de su
voluntad incierta.
No perciben nada de esto Guildenstern ni
Rosenkranz. Inclínanse y sonríen complacientes, miman gracias, y lo que
el uno dice, como un eco lo repite el otro. Y cuando, finalmente,
mediente el drama que nace dentro del drama y del discreteo de los
títeres, logra sorprender Hamlet al rey en "el secreto de su
conciencia", y del trono expulsan al traidor presa de pánico,
Guidelnstern y Rosenkranz no ven en su conducta más que un deplorable
olvido de la etiqueta de palacio. Es todo lo que les permiten los
"sentimientos propios con que contemplan el drama de la vida". Junto al
secreto de Hamlet están, y no sospechan nada del mismo. Y no tendría
finalidad alguna iniciarlos en ese secreto. Son copas chicas, cuyo
espacio no sería posible aumentar. Al finalizar el drama, se indica que
han sido sorprendidos ambos planeando un artero golpe contra una tercera
persona, y fueron o serán, muertos violenta o bruscamente. Pero, un fin
tan trágico, aunque el humor de Hamlet le concede una apariencia de
sorpresa de comedia, y de justicia, no es el que cabe a jóvenes de su
calaña. No mueren éstos nunca. Al morir Horacio -aunque no en presencia
del público-, en defensa de la causa de Hamlet, no deja hermano alguno:
(Absents him from felicity a white,
and in this harsh world draws his breath is pain...)
Tan inmensamente lejos de la pura felicidad,
arrastran por este mundo su desaliento...
Pero son inmortales Guidenstern y Rosenkranz, como
Angelo y como Tartufo, y merecen vivir eternamente junto a éstos.
Constituyen el tributo pagado por la vida moderna al viejo ideal de la
amistad. Quien escriba en lo futuro un nuevo tratado "de Amicitia"
tendrá que reservarles en el mismo un lugar, y glorificarlos en prosa
ciceroniana. Son tipos eternamente inmutables. Sería no comprenderlos,
intentar censurarlos. Lo que ocurre, es que no encuentran ellos en el
lugar que les corresponde, y nada más. No es contagiosa la grandeza del
alma. Están solos desde su nacimiento los pensamientos y sentimientos
sublimes. (*)
(*) Fuente: Oscar Wilde, La tragedia de mi vida, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1977.
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